Éste país es tan prolijo en noches locas que sólo es posible recapacitar por las mañanas. Y aún es por la mañana a las cinco de la tarde. Gravitando sobre ayer, viene a la memoria que conocí a Luis delRoto cuando aún era de día, sobre las nueve y media de la noche. Él había llegado antes que yo mismo al bar donde habíamos quedado para celebrar la despedida de un tipo que el no conoce, ya que nunca llegó a aparecer por el bar donde habíamos quedado.
El bar se llama el Palentino y es un antro devaluado desde un pasado mejor, a juzgar por un techo alto que ahora se desconcha, forrado de enormes espejos.
Cuando abrí la puerta de cristal enmohecido – o antes, incluso – vi dentro a Theo, una “chispeante pelirroja” (tal como fue definida por la revista YoDona, meses atrás); única persona de un grupo de diez o más personas ignorante de que el punto de encuentro había cambiado de súbito. Única no: yo tampoco. Frente a ella, de espaldas a la puerta, un erizo de pelo era el susodicho Luis del Roto. Ojos verdes pintados, patillas enormes, chaleco con cien medallas…
Theo, Theodora, había esperado paciente unos cuarenta minutos, con un libro y el teléfono estropeado. Tras observarla, el cantante decidió darle conversación y aliviar su espera ¡A saber de lo que hablarían!
A las nueve y cuarto llegué, muy tarde, como es de rigor, yo, que sí traía móvil. A través del cual nos enteramos de que anfitrión y compañía estaban en la plaza del dos de mayo y pedimos una cerveza antes de despedirnos de nuestro amigo improvisado.
Y hasta ahora, que me he puesto a escuchar canciones suyas en Internet, toda una noche de más.
Lo bonito de Madrid es lo aleatorio.